DÍA 19 OCTUBRE. MISSION BEACH.
Ayer comencé a viajar por la costa este australiana. Ahora mismo me encuentro en Mission Beach (Queensland, Australia), en un hostal alejado del brazo duro de la ley amenizado con marihuaneros a dos bandas: derecha porro, izquierda cerveza; o al revés. Durante el fin de semana seguramente alternen las drogas a dos bandas. He llegado hasta este noble lugar haciendo autostop. Hitchhiking, como dicen en las tierras de Oz. Para quien lo ignore, en este lado del mapa abrevian todas las palabras hasta el punto de tener un diccionario propio Aussie – Español: arvo en vez de afternoon, breakie por breakfast, footie por football… Y un largo etcétera. En cambio, no pudieron abreviar el puñetero hitchhiking, palabra que cuando pronuncio doy lástima: no se sabe si soy tartamuda o una tipa constipada a punto de estornudar.
El autostop me dio la magnífica oportunidad de conocer a tres personajes califiquémosles como hombres de la Australia profunda. El primero, Trevor, transportista de acero para techumbres de las casas, solo le entendí cuando dijo su nombre y alguna otra palabrilla más. En un trayecto de hora y media capté el 30% de la conversación, algo frustrante después de haber vivido un año en Australia y haber pagado 6000AUD por dos cursos de inglés. Sin duda alguna el mejor momento fue cuando me pidió el Facebook, algo extraño si consideramos la barrera lingüística y cultural visible a lo largo de todo el trayecto. El segundo, cuyo nombre no puedo acordarme, le entendí mejor; pero él a mí creo que no… Más que nada porque me repetía y preguntaba cosas ya explicadas en mi inglés de Cambridge. El tercero y último, Gram, le conocí refugiándome de una tormenta. A este le entendí el 80% y puedo considerarlo mi nuevo mejor amigo de Mission beach. Compartió conmigo su nostalgia de que cualquier tiempo pasado es mejor, me dio a probar un cangrejo enorme y fresco pescado por él e invitó a una cerveza. También me hizo un recorrido por la zona para ver animales, y es que a mí los animales australianos me hipnotizan por su exotismo. Vimos walabes y un cassowary, digamos un cruce entre avestruz y gallo. Por lo visto este último es difícil de ver, pero la suerte hizo que viese dos y uno de ellos, con crías. Olé. Con él también he aprendido que yesterday es yersterdy, no yesterday. Gram no me pidió el Facebook, pero me hizo una foto.
DÍA 26 OCTUBRE. ALVA BEACH.
En esta playa es donde voy a hacer mañana el buceo del barco hundido Yongala, el otro punto fuerte de este viaje.
Los días previos los he invertido en realizar con éxito Thorsborne Trail (Hichinbrook Island), el primer trekking de cuatro noches sola en el parque natural insular más grande de Australia. La experiencia ha sido inolvidable, toda una prueba de resiliencia y autosuficiencia.
Llegué a Ingham en autostop. Allí me recogió John, el capitán de barco que hace el trayecto diario ida y vuelta a la isla desde Cardwell o Lucinda. Yo lo hice desde este último punto. Sin alojamiento en Lucinda, John quiso ayudarme a buscar uno. En vista de los elevados precios de la zona, me ofreció quedarme en su casa y acepté de buena gana. Tuvo también el detalle de prestarme sin coste alguno la tienda de campaña y el camping gas, previamente acordado unos días atrás por mensaje:
– Where can I rent a one man tent and a small trangia?
– I will lend it to you.
– So… Can I rent it from you then?
– Marina no you can´t. But you can borrow them!
Sí, hay gente así en el mundo, generosa hasta sentirte casi avergonzado.
Al día siguiente, John recogió al resto de personas en el puerto de Lucinda a las 8.30 horas. El equipo de supervivientes constaba de una joven pareja alemana, otra italo francesa, un padre con su hija de nacionalidad desconocida, y yo desemparejada. Cuando el generoso de John nos soltó en la isla empaticé con Jenifer Lawrence en Juegos del hambre; pensé “aquí no sobrevivo sola ni un par de horas”, y menos aún sin un arco con flechas. Lástima que fuera demasiado tarde y la decisión estuviera tomada. Había que continuar y completar la empresa.
Comencé a disfrutar la aventura después del primer día y medio. Previamente estaba demasiado tensa ante la novedad de un entorno completamente nuevo y hostil. En otras palabras, estaba fuera de mi área de confort. Entre los habitantes de la isla estaban los cocodrilos, mi principal obsesión porque merodean por cualquier lugar. Tenía miedo, pero eso no iba a vencer el entusiasmo por disfrutar de la experiencia. Hubo dos ocasiones que sentí críticas.
La primera, cuando me desorienté en un arroyo buscando el camino que ascendía a Nina Peak. Eran las dos de la tarde. En mi mente empezaron a taladrarme las palabras del generoso de John recomendándome evitar cruzar cualquier punto de agua (arroyo, cascada, estuario) por la tarde, cuando la marea sube y los cocodrilos tienen acceso a áreas restringidas durante la marea baja. Entré en pánico. El miedo bloqueaba cualquier resolución e impulsaba mi cuerpo de un lado a otro sin sentido alguno; la razón susurraba deshacer lo andado y buscar nuevamente la señalización, trataba de relajarme pero su tono de voz no era lo suficiente alto como para tener en cuenta su sensatez. Finalmente resolví calmarme y conseguir dar con el camino, pero en dirección al campamento base de Nina Bay. Dejé el pico de Nina para el día siguiente.
La segunda ocasión fue en el campamento de Nina Bay. Coincidí con la pareja de alemanes, esos jóvenes que coronaron la tienda de campaña con una magnífica carpa impermeable. Me pareció exagerado… Hasta que dieron las doce de la noche. Entonces comenzó a llover y deseé con todas mis fuerzas tener una magnífica carpa impermeable. Lejos de concedérseme el deseo, llovió con más fuerza. El agua empezó a filtrarse y mojar mis pertenencias. Intenté desesperadamente no salirme de los límites de la esterilla, como Kate Winslet aferrada a una puerta flotante en medio del océano, pero sin el apoyo moral de Jack. Rompí a llorar. Estaba cansada, sobre todo después del desgaste mental del primer día, y preocupada por no dormir. Fue entonces cuando se descubrió en todo su esplendor la taza metálica que había traído para calentar agua. Dudo haya tenido una mayor utilidad en toda su vida de taza que la que yo le di: achicar agua. Con los litros que me deshice pude haber cocinado una paella para cinco personas. A las 4 horas aproximadamente, apagué la luz y decidí descansar. Total, tampoco iba a morir ahogada. Además, la temperatura era perfecta para dormir mojado.
A la mañana siguiente o, mejor aún, después de tres horas de sueño, salí de la tienda. Cuando saludé a la pareja de jóvenes alemanes había envidia en mis ojos y concluí no estar preparada para acampar sola por la noche. Desde el segundo día, decidí hacer todo lo posible por coincidir con algún ser humano en los campamentos base, aunque ese ser humano tuviera 20 años y escasa experiencia en trekking.
Estas dos ocasiones me sirvieron para aprender a relajarme, disfrutar de los paisajes e intentar no preocuparme en exceso por la hora de llegada al siguiente campamento. También intenté afrontar mis debilidades de manera más natural y magnánima. En definitiva, vivir el momento y actuar con calma y sensatez fue mi máxima durante todo el trayecto. Y un gran reto considerando que soy una persona nerviosa y autoexigente por naturaleza.
El resto de días fueron un continuo gozo de paisajes costeros, bosques y manglares. Vi lagartos enormes y ratones de campo. Un tiburón nadó entre las rocas de la orilla en Little Ramsay Bay en la mañana del tercer día, moviendo las aletas en señal de “buenos días”. Un sapo conquistó mi corazón cuando en medio de la tercera noche lo iluminé con la linterna y congeló todo movimiento pretendiendo ser invisible a mis ojos. He de reconocer a su favor que, de no haber llevado puestas las gafas, seguramente lo habría confundido con una roca (en forma de sapo). Y vi un jabalí en la recta final del trekking.
En el campamento de Zoe, la tercera noche, coincidí con un grupo de cinco con pinta de rangers. Preocupada por tener que cruzar algunos arroyos y cascadas con un nivel de agua por encima del habitual resultado de varios días previos de lluvia (yo viví una noche entera pasada por agua), les pedí unirme a ellos. Fue una decisión muy sensata. Al día siguiente, nos ayudamos unos a otros para cruzar algunas zonas que en solitario habría sido una temeridad. He de recordar que llevaba una mochila a mis espaldas, con el peso y la pérdida de equilibrio que eso supone. Y no todas las rocas son antideslizantes, sobre todo aquéllas que lo mismo te da saltarlas con botas de montaña o con patines porque el resbalón está garantizado.
El grupo de rangers estaba formado por una psicóloga y cuatro hombres. La mujer y otro habían hecho el trekking un par de semanas antes. Aseguraron que todo estaba mucho más seco y no había tantos puntos de agua. Recomendaron al resto del grupo la experiencia y ahí estaban, los cinco entusiasmados viviendo una auténtica aventura. Los tres hombres que pisaban la isla por primera vez eran unos personajes encantadores. Uno cargaba una mochila con un tamaño tan ridículo que podría haberse confundido con un estudiante de primaria en su trayecto diario de casa al colegio; otro, tatuado en brazos y piernas, no hacía más que patinar y besar las rocas cada vez que intentaba cruzar un río… Con tanta herida, no descarto que tenga que repasarse el dibujo de algún tatuaje; el tercero era un hombre desempleado que había trabajado como monitor de deportes de aventura durante varios años. Ese era un auténtico ranger. A punto estuve de robarle su sombrero de piel de canguro. Me resultó tan simpático y peculiar que le regalé el saco de dormir, porque le había encantado y parecido muy práctico. En ese momento le tendría que haber propuesto un intercambio de presentes y pedirle su sombrero. Los dos restantes también eran gente experimentada en la montaña aunque la mujer, de 32 años, dijo que su primer trekking de acampada había sido en esta isla.
Al final de la experiencia sentí conocerme un poco más, ganar confianza y mejorar la autosuficiencia. Trabajé mi talón de Aquiles y valoré mis puntos fuertes. Y sobre todo, sentí la necesidad de repetir pronto lo que había pasado a convertirse en una de las mejores experiencias de mi vida. Thanks Hinchinbrook Island.
DÍA 28 DE OCTUBRE. MACKAY.
Acabo de llegar al aeropuerto de Mackay. El vuelo se ha retrasado hasta las 2 horas, así que me he organizado un campamento base en uno de los pasillos del aeropuerto mientras espero a embarcar.
El buceo del pecio Yongala estuvo por debajo de las expectativas, aunque lo disfruté. Imagino que cuando pagas casi 300AUD por dos inmersiones esperas encontrarte con una sirena nadando entre el casco de un barco que conserva una sala con reloj de péndulo y una mesa con vajilla decimonónica rodeada con los esqueletos de la tripulación en su última cena. Eso sí que habría sido una gran anécdota. No obstante, hacía un par de años que no buceaba, así que cogí la experiencia con ganas.
El Yongala fue un barco de vapor hundido junto a la gran barrera de coral por un ciclón en 1911. No hubo supervivientes, 122 personas perdieron la vida. Su localización no se descubrió hasta mediados del siglo XX. Está hundido de costado a 30m. de profundidad, cubierto de coral y bastante bien conservado. Recorrimos su eslora por babor y estribor, así que uno tiene tiempo de deleitarse viendo detalles como los ojos de buey y el interior (el acceso está prohibido por motivos de conservación del barco). El momento del día en el que se bucea es importante por las corrientes y las mareas, aunque el centro de buceo conoce a priori estas condiciones, por lo que no hay de qué preocuparse.
Después viajé en autobús a Airlie Beach, parada táctica para mochileros con ganas de fiesta y todo aquel que quiera hacer un crucero en las islas Whitesundays. Aquí solo pasé una noche, sin salir de fiesta ni visitar las islas, solo por descansar en un lugar donde parase el autobús y encontrar fácilmente alojamiento a última hora.
Al día siguiente me dirigí a una gasolinera en las afueras de Airlie Beach para mendigar el trayecto hasta Mackay. Cuando me acerqué a preguntar en un jeep con un barco a remolque el copiloto, un hombre grande de mediana edad con un pelo blanquísimo y cierto semblante sarcástico, me preguntó si había alguien más conmigo; miré a un lado, miré al otro, y negué con la cabeza: it seems I´m travelling by myself, le dije. Salió del coche junto con el conductor y me pidió que esperase mientras compraban algo para comer. Cuando volvieron, subí al coche. Casi necesito una escalera mecánica de lo alto que era. Me pareció un lujo: tapicería de piel, aire acondicionado… Y una magnífica compañía. Me contaron que habían estado unos días pescando por el norte y me enseñaron fotos. Dormían durante el trayecto en campings y cenaban lo recién pescado. Lástima no haberlos conocido antes, me habría apuntado al plan de buena gana. Además, el hombre de pelo blanquísimo resultó ser un excelente profesor de slang, enseñándome una expresión que fue todo un descubrimiento: I´ve got Bugs Bunny in my sky rocket to buy a dog´s eye with some dead horse on it y que, básicamente, viene a significar “tengo dinero en mi bolsillo para comprar un pastel de carne (meat pie) con salsa”. Estoy convencida de que si te aprendes esto, Hi mate! y No worries, puedes sobrevivir sin problema en las tierras de Oz.
Mis amigos los pescadores me dejaron en un centro comercial cercano al aeropuerto de Mackay. Allí conocí a la encantadora Evonne, una sexagenaria súper vital vestida con colores chillones estilo gym que trabajaba en un mostrador en medio de uno de los pasillos vendiendo productos típicos de un teletienda, esos cuya originalidad es indiscutible, pero que son totalmente inútiles. Cuando le pregunté dónde se cogía el autobús al aeropuerto me dijo que podía llevarme en su coche, algo así como ofrecerme el servicio de autostop sin hacer yo esfuerzo alguno. Al final de su turno, le ayudé a cubrir el mostrador con telas para esconder la mercancía mientras ella no paraba de enlazar una anécdota tras otra. Me contó que estaba jubilada, pero que en algunas ocasiones trabajaba para tener algunos ingresos, aunque el trabajo en el mostrador le parecía cansadísimo y aburrido. Durante el trayecto al aeropuerto me contó que había tenido un negocio de alquiler de barcos junto con su marido donde habían trabajado algunos jóvenes extranjeros con los cuales mantenía el contacto. Cuando me dejó en el aeropuerto me invadió la pena de separarme de esa gran mujer, era de ese tipo de personas que te contagian su energía, además de parecer bastante franca y directa.
DÍA 30 DE OCTUBRE. SYDNEY.
En el aeropuerto de Sydney, a punto de abandonar las tierras que me han acogido durante un año y con rumbo a Singapur.
Tras el agotador vuelo Mackay – Sydney de hace un par de días, me encontré con mi nuevo amigo Rodrigo, al que había conocido durante mi estancia en Melbourne. Quedamos en el barrio donde nos alojaríamos, Newtown. Ambos estábamos contentos con el reencuentro, pero sintiéndonos como muñecos a los que había que dar cuerda urgentemente: él porque había acompañado de madrugada a sus padres al aeropuerto, los cuales viajaban de vuelta a España; yo porque el campamento base de Mackay no resultó ser lo suficientemente cómodo como para entrar en un sueño profundo.
Si tuviera que elegir un barrio de Sydney donde vivir, ese sería Newtown; sin lugar a dudas. Un barrio bohemio y cultural con mucha vida, repleto de cafés, teatros y tiendas de segunda mano. Nos alojamos en la casa de un director de cine atestada de cintas VHS y DVDs que reservamos a través de Airbnb. Después de una ducha y un descanso insuficiente, nos fuimos a recorrer la ciudad.
El primer día cubrimos Shelly Beach (Manly) y parte del centro histórico. Manly es un distrito costero al norte de Sydney al que se puede acceder en ferry. Durante el trayecto tuvimos la oportunidad de contemplar los imprescindibles Harbour Bridge y la Opera House, ésta última diseño del danés Jørn Utzon y Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Una vez en Manly paseamos hasta la playa que, abstrayéndote con mucha imaginación de la multitud de domingueros, tiene bastante encanto.
De vuelta con el ferry, seguimos paseando por el centro histórico: callejeamos por The Rocks, el primer lugar de asentamiento inglés de Sydney, y fuimos hasta la ópera pasando por los parques de Observatory Park, Sydney Domain y Royal Botanic Gardens. Y si tuviera que elegir un barrio donde tomar algo en Sydney, ese sería el elegante The Rocks, con sus callejuelas desordenadas, alguno de los pubs más antiguos de la ciudad y su oferta cultural. Llegados a Opera House, vimos el atardecer y un original espectáculo de luces proyectadas sobre una de las paredes laterales de la ópera.
El día siguiente comenzamos la ruta en el barrio de Chinatown, que no deja de ser una calle con establecimientos chinos. Aquí se puede visitar Chinese Garden of Friendship y dárseme después la valoración del sitio, porque nosotros lo descartamos por falta de tiempo. A continuación, dimos una vuelta por Darling Harbour, vimos el ayuntamiento (Town Hall) y echamos un vistazo al elegante Queen Victoria Building, considerado el centro comercial más antiguo de la ciudad. El estilo arquitectónico, los comercios con juguetes de la generación de mis padres y las pastelerías con una cuidada selección de dulces me trasladaron temporalmente a Londres; al salir a la calle, el calor del mes de octubre me recordó que era imposible estar en la antigua colonia británica. Cerca del centro comercial vimos la Tower of Sydney, tercera torre más alta del hemisferio sur, con 309 metros de altura y a la que se puede subir (pagando, por supuesto).
A continuación, visitamos en un tiempo récord Hyde Park con su Anzac Monument y saint Mary’s Cathedral. Acabamos la jornada en Martin Place, con una fuente que los cinéfilos como el dueño del Airbnb recordarán haber sido escenario de las películas Superman y Matrix.
Y… The End: habíamos hecho a pie el centro histórico de Sydney, la primera colonia británica del país austral cuyos principales atractivos son fácilmente abarcables paseando.